Sederunt Principes
París, ca. 1200.
En el scriptorium de la Biblioteca de la Catedral de Notre Dame, el maestro de música contempla con admiración cada neuma del Magnus Liber Organi. Allí se encuentra escrita la música más avanzada desde que los maestros francos comenzaron a desarrollar, hacía ya más de cuatrocientos años, el arte de la polifonía, el canto a varias voces para embellecer el Oficio de la Misa. Magister Perotinus Magnus estudia las soluciones musicales que su antecesor, Magister Leonin, había desarrollado para equilibrar las voces del Gradual de la Misa y del Antifonario del Oficio de las Horas.
Se aproxima la Navidad y tras ella el día de San Esteban, patrono de la ciudad, en el que los peregrinos acuden a rezar a la Catedral. Magister Perotinus trabaja sin descanso, quiere lograr del gradual de la Misa de San Esteban, “Sederunt Principes et adversum me loquebantur…” un momento especial, digno del primer mártir de la Iglesia.
Comienza separando las notas de la melodía gregoriana original para obtener un sonido grave y largo para cada sílaba del texto, un tenor que mantenga con solidez el edificio sonoro de cuatro voces que quiere construir, un organum quadruplum… toda una hazaña. Añade después las melodías del duplum, el triplum y por último el quadruplum. Para ajustar los desequilibrios rítmicos de las tres voces superiores, termina disponiendo para todas ellas un mismo pie métrico repetido constantemente, excepto en las secciones de cláusula.
Llegado el día 26 de diciembre, los peregrinos congregados participan de la misa matinal. Los primeros rayos de sol atraviesan el gran rosetón y rasgando el aire interior de la Catedral, dejan su estela de color suspendida en el aire. Terminada la epístola, los monjes entonan y mantienen al unísono la primera sílaba del Gradual Sederunt. Sobre ella, los fieles escuchan con admiración cómo la magnífica construcción sonora va ocupando, hasta lo más alto, todo el espacio envuelto en vidrio de color y piedra. Los cambios de sonido grave, largamente espaciados para cada sílaba del texto, provocan en los congregados la sensación estática del tiempo detenido. Un eterno e hipnótico presente traspasado por el éxtasis místico que les produce el breve ritmo repetido sin cesar desde las alturas…
Ignacio Botella Ausina